Si
algo desafortunado ha ocurrido con la irrupción
“desde lo alto” de la “Medicina
Basada en Evidencias” (MBE), a veces “basada
en la evidencia”, es que se haya traducido
al castellano –literalmente y con muy
poca propiedad- el término en inglés.
Parece ser esta incorporación literal
de términos extranjeros, preferentemente
anglosajones, con frecuencia equivocada y hasta
sin sentido, una debilidad de nuestra cultura
actual en variados ámbitos. No siempre
es posible lograr una traducción que
traslade intacto el concepto que encierra un
término o giro idiomático de un
lenguaje a otro. Y ello conlleva el riesgo de
acomodar nuestra concepción del asunto
a la traducción errónea, en vez
de sacar provecho de la oportunidad que el concepto
realmente ofrece. En otras palabras, una discusión
estéril del mero término “evidencia”
impide apreciar el tema de fondo y su enorme
importancia.
Por otro lado,
la difusión imperfecta de lo que es sólo
uno de muchos aspectos supeditado a otra disciplina
–la Epidemiología Clínica
(EC), una ciencia básica para la práctica
clínica (1)- sumada a la traducción
deficiente han venido a ser, en nuestro medio,
algo como intentar construir la techumbre sin
haber construido ni cimientos ni muros. No intentaré
aquí una traducción del término
MBE sino, más bien, me referiré
a aspectos centrales del concepto que encierra
aquél en el ámbito anglosajón,
de una manera que no despierte el bloqueo intelectual
que, clara y comprensiblemente, explota ante
la dureza hermética de lo que aparenta
ser una pretensión de la existencia de
“pruebas incontrastables o definitivas”
de algo, en este caso, en casi todos los aspectos
de la medicina clínica.
Como comentaremos
más adelante, hubiese sido quizás
menos traumático haber hablado de “Medicina
Clínica basada en lo evidente”,
en el sentido de estar basada en aquello que
inequívocamente es perceptible y comprensible (1), del conjunto de todo aquello que aparece en
lo que llamamos “literatura médica”,
término al que debemos agregar “clínica”.
Tal vez esclarezca
el significado del enunciado “llevar a
cabo la Medicina Clínica sustentando
su ejercicio en evidencias”, y reflexionar
sobre lo opuesto: “llevar a cabo la Medicina
Clínica sin sustentar este ejercicio
en evidencias”. ¿Qué implica
“sin sustentar su ejercicio en evidencias”?.
Antes de la aparición de la MBE, la respuesta
sería fácil: se referiría
a la práctica de la Medicina Clínica
en base a supercherías, consejas y pensamiento
mágico, todo esto –muchas veces-
de una manera aceptada con entusiasmo por un
segmento importante de la población,
fenómeno que va más allá
de la clasificación vigente de los grupos
socioeconómicos, para perderse en los
rasgos antropológicos –como los
entiende don Pedro Laín Entralgo en su
poco conocido discurso “Una Antropología
Médica” (2)-
que moldean el sentir –y a veces el pensar-
de toda la humanidad occidental.
Hay, sin embargo,
otro modo de entender el asunto. Si aceptamos
el concepto de “paradigma” –por
extensión- como todo lo aceptado como
válido –transitoriamente, si se
trata de lo entendemos como científico-
sobre cierto tema del ámbito de la Medicina
Clínica (y sobre cualquier otro, pero
aquí nos interesa lo clínico),
entenderemos como “evidencia” aquello
que está legítima o válidamente
asociado a tal paradigma en particular y, esencialmente,
lo modifica válidamente. Este contexto
–el del paradigma- debe tenerse en cuenta
al interpretar el término “evidencia”.
¿Es “evidencia” de septicemia
el aislamiento de Staphylococcus coagulasa negativo
de la sangre de un paciente dado? El aislamiento
puede (o no) ser una “prueba” de
que tal agente estuvo en la sangre del paciente,
pero también pudo ser contaminación,
con lo que deja de ser prueba de aquello cuya
constatación hacemos depender del hemocultivo
positivo (enfermedad por tal agente). Todo buen
clínico sabe que, aun con signos de enfermedad
(fiebre), un aislamiento como el descrito es
una evidencia, pero no “prueba”
nada de trascendencia, si no se da cierto contexto
al cual contribuye, decisivamente, el paciente
en particular.
Probablemente
el término “evidencia”, entendido
como “prueba o argumento irrefutable”,
sea excesivo. No siempre, ni todos los médicos,
han ejercido su profesión ajenos a toda
evidencia, aunque las “evidencias”
han estado presente desde muy antiguo en la
historia de la medicina. Tal vez existe una
sucesión de hipótesis plausibles
que sólo empezó a ponerse a prueba
de cierta manera –la probabilística
cuantitativa- sólo recientemente. Pero
determinada respuesta a una hipótesis,
por plausible que sea –o parezca- no es
necesariamente válida. Y la “validez”
es un concepto que implica –en ciencias,
al menos- un grado de aproximación a
la verdad.
Entenderemos, entonces,
para hacer posible este ensayo, que la medicina
de que hablamos es la que está basada
en las Ciencias de la Salud ortodoxas, occidentales,
con todo lo que ello implica de científico
(aunque, inclusive en medicina clínica,
haya extensas áreas de práctica
en que no hay respaldo científico como
lo entendemos hoy). Conviene, además,
hacer ver que lo que llega al clínico
proviene de procesos bien demarcados y frecuentemente
bastante diferentes: a) el mundo de los investigadores
en epidemiología y clínica, b)
el del proceso editorial, c) el de las bibliotecas,
d) el de los difusores, e) el de los repetidores
e improvisadores, y finalmente f) la lectura
del producto por parte del clínico, personaje
generalmente alejado de los anteriores y muy
atareado.
Parece exigible,
como parte de su cultura profesional, que el
médico tenga noticia de lo anterior y
sea capaz de sortear verdaderas “trampas”
editoriales (intelectuales), así como
poseer algunas nociones que le permitan evitar
ser sólo “una hoja en la tormenta”
representada por el flujo irrestricto de datos
relacionados con la práctica clínica.
Es propósito
de este ensayo aportar alguna información
con el fin de contribuir a disipar malentendidos
que pudieran malograr el aprovechamiento de
las oportunidades que nos ofrece en términos
de transferencia de tecnología (aunque,
a nuestro juicio, va un poco más allá
de sólo eso).
En el contexto esbozado, el sentido de la MBE
no podría ser ni dogmático ni
inapelable, por varias razones que trataremos
de resumir aquí y sobre todo porque,
en medicina, el trabajo es un todo multidimensional
que puede desarrollarse en diversos planos,
y no podemos abordarlos todos simultáneamente
ni es nuestra pretensión hacerlo.
Una primera aproximación
a la naturaleza del trabajo médico es
el enfrentamiento con su más difícil
rasgo: estar ineludiblemente basando su trabajo
en probabilidades y no en certezas; en otros
términos, en un marco mayor o menor de
incertidumbre. Ello significa que nuestros diagnósticos,
tratamientos, pronósticos, actos o recomendaciones
preventivas, etc., correspondan a decisiones
a cargo del médico clínico o de
ejecutivos en salud, que consisten –nos
plazca o no- en conjeturas, con grados variables
de probabilidad de ser válidas (o erróneas),
para ajustar las cuales la ciencia –por
un lado- y la técnica –por otro-
han hecho y hacen esfuerzos ingentes y permanentes
buscando que las decisiones que finalmente tomemos
en cada uno de estos pasos sean, en función
del paciente o población, lo mejor posible
para estos últimos. Ello implica la emergencia
de progreso permanente expresado públicamente,
por escrito. El ser conscientes de lo precario
de nuestra situación como médicos
clínicos y del progreso mencionado es
lo que nos exige “mantenernos al día”.
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Es
más. A poco andar los primeros programas
formales de EC, se identificó el segundo
desafío para el clínico moderno
y que constituye uno de los más grandes
problemas para la mejor práctica de la
medicina: a) la cantidad inmensa de información
y, por consiguiente, una mayor carga para el
clínico y b), la gran variedad de grados
de validez que impera en el mundo de lo que
llamaremos, en resumen, “publicaciones”.
A ello se agrega, ahora, un enorme volumen de
éstas volcadas en un todo que incluye
hasta la más burda y peligrosa de las
majaderías: en Internet. El reconocimiento
de este complejo fenómeno llamó
a revisar el modo de “mantenerse al día”,
que consistió -durante largo tiempo-
en leer publicaciones periódicas consistentes
en resúmenes y síntesis incompletas,
mayormente subjetivas, elaboradas por terceros,
a veces a cargo de figuras de prestigio en el
ámbito clínico o, simplemente,
leer resúmenes y conclusiones que aceptamos
como válidas en virtud de –esquemáticamente-
tres factores determinados por nuestra fuerte
dependencia cultural: el idioma (en particular,
el inglés), la revista (su título
y lo que éste implica) (3) y el prestigio real o imaginario del autor del
artículo. Algunos ejemplos de esta fase
de nuestra cultura han sido las colecciones
“Year Book”, las diversas “Clínicas
de Norteamérica”, “Letters”,
“Current Opinions”, etc. Para enfrentar
este desafío se necesitó familiarizarse
con disciplinas que tan poco afecto despiertan
en nuestro medio (y en muchos otros) como son
la bioestadística y la metodología
de la investigación clínica (“los
doctores detestan las matemáticas”).
Ambas en constante desarrollo, para mayor desazón
de quienes nos hemos ido quedando atrás
en estos aspectos.
Algo de los cambios de mayor importancia -y
atractivo para el clínico, porque contribuyen
a la aplicabilidad de las propuestas que aparecen
en la literatura médica- lo constituyen
dos hechos destacables. El primero, es que la
bioestadística necesaria para abordar
en propiedad el análisis de la información
médica clínica, se ha reducido
considerablemente y no exige ya el estudio de
programas agobiantes y extensos desarrollados,
generalmente, por estadísticos no clínicos
o, simplemente, por médicos que hacen
de la estadística una ciencia sólo
para iniciados y la alejan de la cínica.
El segundo es el desplazamiento del énfasis
desde “el valor de p” –índice
de significación estadística-
a las medidas de asociación y sus derivados,
así como las de dispersión, –más
cercanos a la llamada significación clínica-
que no sólo permiten acercar los resultados
de los estudios a la mentalidad del clínico
y su necesidad de aplicarlos a su paciente,
sino lograr bastante más que quedar meramente
“ilustrado” sobre “avances”
en determinado tema.
Examinemos
más de cerca las ideas contenidas en
los párrafos precedentes.
El carácter
de inciertos de los modos y áreas de
nuestro quehacer clínico pareciera
no merecer dudas: al margen del marco de probabilidades
en que se dan, se agrega la incertidumbre
de la propiedad con que lo estamos aplicando,
si tenemos en cuenta el cambiante movimiento
de la “verdad vigente” determinado
por el avance científico. El clínico
“infalible” es un mito que, como
muchos otros, pudo haber tenido existencia
real en otro tiempo y en otro contexto: recordemos
los grandes clínicos chilenos de la
primera mitad del siglo pasado. Es interesante
constatar que las habilidades –diagnósticas
sobre todo- a veces increíbles de tales
figuras de la Medicina Clínica chilena
fueron producto de un cuerpo de conocimiento,
experiencia y destrezas innatas, que no fueron
trasmitidas a seguidores; a lo más
los reemplazaron opacos imitadores de aquellos
maestros. Eran otros tiempos, una de cuyas
características podría ser la
ausencia de una disciplina estructurada que
permitiera sistematizar esas virtudes para
llevar la “magia” aparente al
juicio clínico transferible a terceros
(es decir, a discípulos, estudiantes
de medicina, de posgrado, etc.).
En cuanto al componente más exquisito
–y engañoso- contenido en el
actuar de los Maestros, la experiencia, tampoco
pudieron ellos traducirla a un cuerpo de conocimiento
transferible. Es, en suma, muy probable que
los Maestros no tuviesen muy claro el porqué
de sus sobresalientes habilidades, si bien
todos predicaron el estudio y el ejercicio
disciplinado de la Medicina, asunto que, junto
con revelar modestia, demostró otras
virtudes como la prudencia. A sus sabias recomendaciones
hay que agregar, hoy día, los elementos
de avance de lo que podríamos llamar
“inteligencia clínica”. Echemos
una mirada al segundo párrafo, el que
se refiere al procesamiento de la información
médica clínica, la “Literatura
Médica”, en la jerga del tema
en cuestión.
Recordemos que
es propio del conocimiento científico
el ser perfectible (2), lo cual nos condena
a otra carga intolerable: ya que los paradigmas
cambian hay que “estar al día”,
no sólo por razones académicas,
de prestigio u otras posibles, sino por razones
éticas. Mucho antes de la EC moderna,
era para el médico indispensable observar,
medir, contar, lo que sólo algunos
destacados médicos hicieron en forma
sistemática, dejando hitos históricos
en el pasado lejano (3). En el siglo recién
pasado, las nociones de estadística
aplicadas a la Medicina (Bioestadística),
proporcionaron herramientas que –sin
duda alguna- han acelerado el progreso y respaldado
al médico ante la incertidumbre que
le plantea el mundo de las probabilidades.
Esto último podría ser tratado
en un contexto técnico aséptico,
matemático, si no fuese porque la complejidad
de lo probabilístico o bioestadístico
se nos presenta en (uno o una comunidad de)
seres humanos, por lo cual es difícil
responder éticamente a las disyuntivas
de la práctica médica sin reconocer
la dimensión probabilística
(1, 4, 5), por un lado, o restringirla sólo
a ella, por otro. En el primer caso estaríamos
ante un peligroso y egocéntrico –frecuentemente
popular y económicamente exitoso- curandero.
En el segundo, podría tratarse sólo
de un bioestadístico –un matemático-
y no un médico clínico.
Aunque existió
transferencia educacional con noticias de
los cambios a que hemos hecho mención,
desde los países anglosajones (Estados
Unidos, Canadá, Australia) a algunos
países de América Latina, en
términos de formación en programas
de EC, el enorme esfuerzo que ello significó
en lo personal y en lo institucional no prendió
en los programas de educación médica
y menos en la práctica de la Medicina,
por lo que esta ciencia –que sí
lo es- no ha constituido parte clara, intencionalmente
definida, del núcleo fundamental en
la educación del médico, especialmente
el clínico (y si lo ha sido, no se
percibe en el bagaje de los estudiantes aspirantes,
por ejemplo, de postítulo). Por ello,
quizás, la llegada de la MBE despierta
resistencias y críticas que parecen
ignorar en qué está basada la
disciplina misma. Si la EC implica programas
intensos de dos años o más en
la mayoría de las universidades de
habla inglesa, la “Evidence Based Medicine”
pareciera poder alcanzarse en cursos de plazo
mucho más corto, falacia tras la cual
se ignora u omite que se requiere -o se presupone
que ya existe- el conocimiento y destrezas
básicas en EC como las que mencionamos
a continuación.
Las complejidades
y riesgos de error y controversia sobre el
concepto de “normalidad”, de las
mediciones clínicas, del error potencial
de éstas en los planos intra e interobservador
(todo lo cual es familiar para un buen clínico),
de la sistemática de la decisión
clínica, de lo que genéricamente
se llama “exposición”,
de las exigencias en el reclutamiento de pacientes,
etc., son abordadas por la EC. Y -tal vez-
más importante aún, las bases
del abordaje en profundidad de las fuentes
de error por azar y por error sistemático
que pueden afectar a las anteriores.
En Ciencia no hay
dogmas. Si los hubiera, no estaríamos
hablando de Ciencia. No hay recetas para hacer
las cosas bien (en investigación clínica,
por ejemplo), pero sí hay un catálogo
de falacias y los mecanismos que las determinan.
El conjunto de capítulos de ese catálogo
sobre las falacias, sus mecanismos y los modos
de evitarlos, se llama “Lectura Sistemática
(Crítica) de Literatura Clínica”,
que requiere más que un cursillo, como
los ha habido de horas, dos días o
seis fines de semana, pues requiere bases
que sólo da la EC, para juzgar lo que
es evidente (cuando está presente):
los métodos y los resultados. Las conclusiones
de los autores no necesariamente son una evidencia
sino simples opiniones y con frecuencia sufren
sesgos más o menos serios con posibles
efectos a veces devastadores para los pacientes.
Nadie podría pretender, en una disciplina
científica, “evidencias probatorias
finales” en medicina clínica.
La más superficial mirada a la historia
de lo que nos ha tocado vivir lo demuestra.
A lo más, conclusiones más o
menos cercanas a lo válido –y
que, de paso, permiten su aplicación-,
entendiendo por ello lo que puede tener mayor
cercanía a tal ideal. Nótese
que el grado de cercanía puede ser
atributo de un resultado. Esto es así
porque lo verdadero nos es, teóricamente,
inalcanzable. La validez (o grado de validez)
puede entenderse, entonces, como la medida
en la que cierto resultado o conclusión
se acerca a lo verdadero. Lo que sí
existe es un gran caudal de material no aceptable
que puede presentarse como fuente de apoyo
para las decisiones del clínico. No
obstante existir tal catálogo (difícil
de reunir en un solo volumen), hasta en reputadas
revistas llamadas “de impacto”,
incluidas las más conspicuas en inglés,
suelen encontrarse ejemplos extremos de invalidez
(6, 7).
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Llegaron, para popularizarse
–en los últimos 5 años,
más o menos-, los textos de diverso
origen sobre MBE, ejemplificado por la síntesis
de D. Sackett et al (8), cuyo objetivo –en
síntesis- es “buscar lo que menos
daño le haga al paciente” (o
población), sin advertir –en
su contenido- la ausencia que puede haber
en sus lectores de todo lo comentado en los
párrafos anteriores sobre EC, por lo
que el autor no logra evitar el riesgo cierto
de elegir una proposición diagnóstica
o terapéutica, por ejemplo, que puede
acarrear más daño que beneficio
a los pacientes (4) o interpretaciones erróneas de los
términos y los conceptos asociados,
simplemente por mala interpretación
de los contenidos del texto.
Nada de esto
debería sorprender al clínico
dedicado, observador y bien informado. Al
fin y al cabo, el teorema de Bayes (¡Dios
Santo, donde vino a meterse la estadística!)
no hace sino describir y hacer funcional el
mecanismo lógico que usa el buen clínico
- aunque fue desarrollado con otros fines,
en otro campo- (9) para ajustar su predicción
diagnóstica – principalmente
- y también sus otras predicciones,
como es en terapia, pronóstico, etc.
Con toda esta
muy resumida información a la vista,
queda un asunto críticamente importante,
por ser causa constante de errores no sólo
en aspectos del tema que nos preocupa en las
esferas de la práctica clínica,
sino en el ámbito –del todo diferente-
de la investigación clínica.
Lo mencionaremos porque tener estos conceptos
en cuenta resulta una condición indispensable
para lograr un acuerdo respecto a qué
nos estamos refiriendo cuando hablamos de
MBE. A) La hipótesis del clínico
ante su paciente difiere substancialmente
de la hipótesis del investigador clínico
ante su intención de modificar un paradigma,
así como B), en los conceptos relacionados
con el control del azar, el nivel de error
tipo I (y tipo II), con valores convencionales
peligrosamente equívocos en su aspecto
(“0,05 uni o bilateral”), no son
sinónimo del “valor de p =<
0,05” resultante de aplicar (con hipótesis
operacional o sin ella) pruebas de significación
estadística. Es importante hacer notar
que la elección de estos guarismos
es, en principio, absolutamente “ad
libitum” y convencional. El que se repitan
una y otra vez depende de consensos casi universales
o, con frecuencia, por simple imitación.
En todo caso, no pueden ser interpretados
como una “hoja de guillotina”
que separa lo verdadero de lo falso. Sin embargo,
en cada caso, el investigador serio y consciente
de lo que está haciendo, elegirá
–con antelación al desarrollo
de su estudio- un cierto valor crítico
razonable para enfrentar las incertidumbres
–obligadas- de su propuesta hipotética
y, con ello, él se obliga a respetar
tal límite. De no hacerlo, pueden suponerse
debilidades en el planteamiento de su hipótesis
o en el temperamento o decisión sobre
los resultados lógicamente esperados.
Para hacer más
compleja la situación de nuestra cultura
médica, la existencia de técnicas
universalmente aceptadas para analizar el
producto de la investigación clínica
ha llevado, por razones comprensibles (la
razón material: necesidad de examinar
versus tiempo y recursos disponibles para
ello), a la concentración del esfuerzo
de recopilar y sintetizar información,
luego de un escrutinio jerárquico en
función de los referentes de validez,
a cargo de grupos institucionales, de los
cuales el más socorrido es la “Cochrane
Collaboration”y su Biblioteca. Para
quien hace clínica y observa el desarrollo
del conocimiento en su área, el panorama
pareciera no haber cambiado mucho: quien fue
lector de resúmenes hechos por otros
(a los que “hay que creerles”
por las razones de supeditación anotadas
más arriba,) está en riesgo
de caer -o ya cayó- en una situación
semejante: ser lector de “Clinical Reviews”
de, por ejemplo, la “Cochrane Library”,
ahora con la insoportable connotación
de “última palabra” que
se les da a estas publicaciones, porque “están
basadas en evidencias”.
La experiencia
en países donde la MBE debiera considerarse
ya parte de la práctica clínica,
–Gran Bretaña (10) indica que
los conceptos de la MBE (tal vez por carencias
de formación en EC o, simplemente,
falta de tiempo) no les son familiares a los
Médicos Generales (“GP”)
lo cual permite suponer que la práctica
no está guiada –en la situación
del médico y su paciente específico-
por la MBE. Y es comprensible, pero hoy día
no es concebible desconocer este cuerpo de
conocimiento, a riesgo de incurrir en serias
infracciones éticas (11), hecho que
por lo demás está siendo reconocido
por las más importantes instituciones
internacionales y nacionales relacionadas
con Salud.
¿Cuál
sería el punto de equilibrio en esta
situación? Por un lado, debería
existir un grupo realmente capacitado, autónomo,
local, ojalá con la intervención
de Facultades de Medicina, que se centrara
en una función –más que
análoga- complementaria de las instituciones
como la “Cochrane Collaboration”.
Por otro lado, los clínicos deberían
sentir la necesidad de adquirir –ya
desde la Escuela de Medicina- destrezas que
le permitieran comprender este panorama y
escapar –con solvencia profesional-
a la dictadura impuesta por los “expertos
en Medicina Basada en Evidencias”, sean
éstos extranjeros o locales, privados
o públicos.
Las razones
para afirmar lo anterior –y se comprenden
con mayor luminosidad en el marco de la EC-
son las siguientes: a) no hay Medicina Basada
en Evidencias si el proceso no arranca de
los mejores e indispensables instrumentos
que conocemos como evidencias : la anamnesis
y el examen físico, de cuya exactitud
y precisión depende la calidad de la
hipótesis clínica que precede
al uso de los recursos convencionales que
aborda la MBE (1) (los cuales determinan,
en la práctica, que cada paciente constituya
una compleja y particular situación),
logrados de la mejor relación médico-paciente.
b) El paciente individual, el que el clínico
tiene en frente- muy probablemente- no representa
la población comúnmente utilizada
en investigación clínica; en
el mejor de los casos, los resultados de ésta
deben ser “corregidos” por el
clínico según características
propias del paciente en cuestión (1,
3, 5), para lo cual debe conocer las técnicas
que proporciona la EC.
Hay otras razones
para proponer la necesidad de estas destrezas
por parte del clínico y los comités
de Bioética, además de lo relacionado
con la investigación clínica:
la disponibilidad de “Reviews”,
“Agreements”, “Guidelines”,
etc. (y no de literatura primaria), pone este
material al alcance de personajes (instituciones
o personas) no médicos o no clínicos
que, usando estas “normas” (llamadas
“guías”), hacen cierto
el riesgo de convertir al médico en
un ejecutor de actos administrativos lo que,
ciertamente, no amerita siete años
de universidad y tres o más para poder
ejercer progresando al compás de su
vocación profesional y las opciones
cambiantes y exigentes de los pacientes.
Puede alegarse
que las “guías” institucionales
protegerían al médico en casos
de conflictos llevados a la justicia. Este
argumento, de mucho peso en los hechos, es
pobre desde el punto de vista de lo que es
la realidad médico-paciente. Pero debiera
avizorarse que, en una sociedad más
evolucionada, la solución de este tipo
de discrepancias (excluyendo las acciones
u omisiones obviamente no derivadas de la
incertidumbre de que hablamos antes, sino
de errores inexcusables) debería resolverse
utilizando la lógica y las herramientas
de la EC y la MBE, más que “guías”
cuya expectativa de vida es -salvo excepciones-
por razones obvias, muy corta.
Finalmente,
hemos oído criticar a la MBE por ser
poco “antropológica” e,
inclusive, poco “humanista”. Esas
críticas, bien merecidas por cualquier
instrumento de los que usa el médico,
son más aplicables al médico
mismo, siga o no los dictados de la MBE, ya
que esta última no es sino un método
al servicio de los pacientes en manos –por
decirlo de alguna manera- del médico.
Más aún, el método de
la MBE, aplicado correctamente al trabajo
clínico, permite traer a la realidad
lo que de otro modo puede no ser sino una
suerte de retórica arribista: la mención
de lo antropológico y humanista. Las
probabilidades “pre-prueba” –en
el proceso diagnóstico-, “pre-terapia”
o “basales” en la fase de elegir
el tratamiento, sus dosis y duración,
la incorporación –a la construcción
de la decisión- de opciones a cargo
del paciente, etc. (todo esto contenido principalmente
en la anamnesis y luego en el examen físico,
como se dijo en un párrafo más
arriba), deben incorporar, justamente, el
perfil de cada paciente a todos los juicios
clínicos previos a las decisiones clínicas,
porque son aspectos que pueden influir críticamente
en el éxito o fracaso del esfuerzo
médico en función del interés
de ese paciente, si lo que se intenta es la
práctica en el marco de la MBE.
No todo ha de
ser MBE ni ésta puede concebirse fuera
del marco multidimensional de la interacción
entre el médico y su paciente: por
lo menos la “medicina basada en la evidencia”
como se está concibiendo, sin haber
profundizado en sus bases, sus métodos,
sus recursos y –por tanto- su trascendencia.
Es más, si alguna vez llegamos al hipotético
extremo de lograr sus improbables metas –actualización
dinámica, total y permanente- sabremos
que ella durará muy poco por definición.
El problema es, al parecer, inverso: existiendo
el cuerpo de recursos (información,
formación) para extraer lo menos dañino
al tomar decisiones que afectan a los pacientes,
¿habremos de ignorarlo?
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